“Enséñame, oh Jehová, el camino de tus estatutos, Y lo guardaré hasta el fin. Dame entendimiento, y guardaré tu ley, Y la cumpliré de todo corazón. Guíame por la senda de tus mandamientos, Porque en ella tengo mi voluntad. Inclina mi corazón a tus testimonios, Y no a la avaricia. Aparta mis ojos, que no vean la vanidad; Avívame en tu camino. Confirma tu palabra a tu siervo, Que te teme. Quita de mí el oprobio que he temido, Porque buenos son tus juicios. He aquí yo he anhelado tus mandamientos; Vivifícame en tu justicia (Salmos 119: 33-40 RVR1960)
La vida cristiana es un desafío para valientes, caminar por ella implica correr riesgos. Lo que me hace recordar aquellos días en una congregación llamada Betel, donde Dios restauraba mi relación con él después de casi 8 años en los que por decisión propia decidí irme de su lado, garrafal error. Durante ese tiempo en el que volvía a sus pies, no entendía porque la mujer que Dios estaba usando para restaurarme insistía en que debía leer la palabra de Dios por largo tiempo, capítulo tras capítulo, detenidamente, releyendo los pequeños detalles y sin detenerme.
Es así como, en algunos tiempos congregacionales, todos los que asistíamos solo nos disponíamos a leer la palabra de Dios en voz alta, capítulo tras capítulo y así durante horas. Usted puede creer tal vez que es una locura lo que hacíamos, pero quiero decirle que eso transformó mi relación con mi Señor. Pude sentir, entre más leía y leía que me sentía llena, sentía que mi espíritu rebosaba, sentía que se transformaba mi visión del mundo actual, de mi misma, de Jesús y de quienes estaban a mi alrededor.
Pero mientras la leía sin parar, ocurrió un milagro que solo el autor mismo de la Biblia podía hacer mientras lo hacía, pude sentir el perdón de Dios por mis pecados, por haberme ido tantos años de su abrazo y de su regazo, por haber pecado sin cesar aun a sabiendas lo que significaba hacerlo para mi relación con él y las consecuencias para mí misma. El poder transformador de la palabra de Dios me hizo soltar la culpa y el remordimiento que, por años, aunque trataba de hacerme la loca, allí estaban cada noche y cada día. Ocurrió el milagro de poder verme, de nuevo, frente a Dios en su presencia. Allí mismo entonces, entendí que otra forma de adorar a Dios es entrar hasta las profundidades de Su palabra, sabiendo que está a mi lado enseñándome la verdad que solo proviene de él.
¡Oro a mi amado Jesús porque despierte en nosotros hambre y sed por internarnos en las profundidades de la palabra de Dios hasta que los milagros ocurran! En su nombre lo oro ahora para ustedes y para mí. ¡Amen!
TASR – Casa de Refugio
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